miércoles, 11 de junio de 2008

Anib


El más increíble de todos los seres se encontraba vagando por quien sabe cuantos lugares, pensaba que seguía a un fantasma, pensaba que su vida era una equivocación, y que ya nada tenía sentido, la plaza en la que había crecido no estaba viva, se creía un injerto de la naturaleza, se creía el ser con la brutalidad más grande que alcanzaba a comprender.
Este ser al que me refiero es mi amigo Anib, quien vagaba por las ciudades, sólo sin nadie en su desafortunada vida.
Cuando yo lo conocí era de corta estatura tenía su cabello castaño claro, sus ojos muy claros, grandes, su piel finísima y blanca.
Por esos tiempos yo estudiaba la preparatoria en la escuela particular religiosa del padre Joseph Bracker, donde asistíamos sólo señoritas, ahí la educación se centraba más en el bien común, en la ayuda comunitaria, íbamos a asilos de ancianos, les llevábamos comida, ropa, aunque a veces de segunda mano, rastrillos, jabón, y algunas veces bombones y chocolates entre otras cosas más, leíamos cuentos, poemas juntos.
Había un abuelo que dibujaba le decían el pintor, también había un poeta, un bailarín, un cantante, y muchos que no hablaban con nadie, de las abuelas recuerdo a una que vivió en un barrio japonés en Estados Unidos, hablaba un poco de japonés y un poco de inglés, le gustaba cantar y nos daba muchos consejos, recuerdo también a la señora que se vestía muy «elegante » con una mascada amarilla, y un vestido largo con flores color rosa y blanco, siempre quería que la maquilláramos y le hiciéramos un recogido en el cabello largo y blanco...
También íbamos a visitar a las familias más necesitadas y les ayudábamos a limpiar sus casas, hacíamos aseo general y por lo regular cantábamos para ellos, visitábamos también las casas hogares, y cuando yo no podía asistir mi profesor de orientación y valores me decía que los niños oraban por mi y por cada una de nosotras.
Asistíamos unos cuantos minutos a la correccional de menores: COTUME, es decir consejo tutelar de menores, les llevábamos dulces, pan dulce, galletas… ahí fue donde vi a Anib, el más pequeño de todos, con sus escasos trece años, quien se encontraba en este lugar tan sucio, tan estrecho, donde en un cuarto o en una celda dormían más de cinco niños, no me quería imaginar lo que ahí pasaba, sabía que algo muy malo ocurría pero no sabía que pensar, menos que hacer.
Comencé a dar clases de Geografía ahí, siempre acompañada de un guardia, quien nos encerraba a todos en una especie de saloncito de clases, el cual estaba en pésimas condiciones, al igual que todo el inmueble. Las clases eran lo más básicas posibles, ya que yo no era experta en el tema, así que yo me nutría de mis maestros de la preparatoria e imitaba sus actitudes.
El más entusiasmado en la clase era un niño llamado Abraham, siempre tenía buenas notas y ponía más atención que el resto del grupo; aunque Anib no era mal estudiante no sobresalía, pero siempre me pedía que les leyera algún libro de filósofos, así que en los últimos diez minutos les leía un pedacito de mis libros favoritos, siempre Anib se me acercaba y me hacía preguntas relacionadas a los libros, pero el tiempo no era suficiente entonces decidí visitarlo por mi propia cuenta.
En una de nuestras citas filosóficas, se me ocurrió preguntarle porque estaba encerrado ahí, sus ojos me llenaban de paz, su mirada afianzaba mi tranquilidad, ya no sentía más miedo, y sus ojos brillaban más que nunca.
—Asesiné a mi padre— contestó el niño de una forma tan tranquila, yo me sorprendí tanto que no supe que decir por unos minutos.
— ¿Cuánto tiempo te dieron?—acerté a preguntar tímidamente. —Cinco años—dijo poniendo su mano en mi hombro, pensó que era buena idea hacerlo y bien sabía que así era, él sabía lo que su mirada me hacía sentir.
Pasó algún tiempo en que retrasé mis citas, a veces las posponía, pero el hermano Julio cada semana los visitaba, en la escuela se me presionaba demasiado, llevaba clases de periodismo, literatura universal, entre otras materias que exigían mucho de mi tiempo; retomó el curso de Geografía mi estimado profesor Julio quien les leía pasajes bíblicos, Anib se interesó mucho en la Biblia, Julio les enseñó a orar, y les habló de Cristo, de su muerte y resurrección y lo fundamental en la iglesia católica.
Entonces Anib creyó en Dios, de corazón pidió perdón, y aunque a veces se odiaba a si mismo, nunca lo admitió. Nunca supe si era una nueva persona, lo que se es que fue una fase por la que tenía que pasar para olvidar y aliviar sus pesares, que a menudo le hacían perder la razón y desvariar cada noche, lleno de temores, sufriendo noches febriles llenas de desesperanza y desconsuelo. Las peores nuches, las más fatídicas que un ser humano puede soportar y lo que es peor a su corta edad.
De nuevo empecé a visitarlo por pequeños espacios de tiempo, aunque duraba tres semanas sin verle… Y sin pensarlo pasaron cinco años. Para mi los más ligeros, para él no concierto imaginar como sobrevivió.
Era la hora de su partida de aquel lugar tan gris, yo estaba nerviosa y él como siempre apacible, ahora con sus dieciocho años era un hombrecito bien formado con sus hermosos ojos claros de niño.
— ¿Quién vendrá por ti Anib? —le pregunté ansiosamente—. Nadie— y suspiró hondamente—Estaba sólo en el mundo, su madre había muerto cuando el todavía era un bebé.
—Bien, yo te llevaré a mi casa— le dije. — No, no, ¿Cómo crees? no te quiero causar molestias y además ya sabes lo que yo hice ¿Cómo es que aun así me llevarás a tu casa? No lo entiendo— murmuró Anib-- Pues te quiero llevar conmigo si no dime ¿Dónde vivirás? No quiero que andes mendigando por las calles ni nada de eso—respondí un poco turbada.
Anib aceptó irse conmigo, yo vivía cerca de la universidad donde hacia poco había ingresado. Ese día él parecía muy contento, se sentía bien al saber que alguien confiaba en él, y más pues era su maestra.
Cuando llegamos a mi departamento había libros tirados en cada rincón y muy pocos muebles en todo el cuarto pero era calido y tenía las suficientes cobijas para quitar su frío. El tiempo pasaba y siempre había algo que contar, siempre reíamos, estudiábamos, yo le enseñaba todo lo que yo aprendía en la universidad, pero notaba algo en su persona, su mirada había cambiado ligeramente, me miraba como si no pensara en lo que yo le decía, estaba retraído y yo muy confundida por este cambio; trataba de saber que era pero él nada me contaba.
Un día al amanecer me leyó un poema de Pushkin, y me dijo que se estaba enamorando de mi, cautivado por los cariños y las buenas intensiones de mi para con él, me quedé muy quita, muy pensativa pues nunca imaginaba que amor me disparará tan duro y en el momento preciso, en el que nunca nadie se imagina me besó. Yo no supe que hacer, temblé y supe que esa era la razón del cambio de su mirada y yo también sentía un gran afecto por él, lo conocía desde hacía cinco años y sabía como era, así que comenzamos nuestra relación, sentíamos que nos amábamos y que estábamos alegres los dos.
Algún tiempo después una ocasión llegando de un pesado día de clases lo encontré en el piso llorando, — ¿Qué tienes, porqué lloras? —pregunte muy angustiada, me imaginé que para que estuviera llorando recordó a su padre. — No me preguntes nada, déjame solo, soy una basura, no te merezco, ¡Vete! — Gritó amargamente —pero yo lo abracé fuertemente en tanto le besaba sus manos y su frente, le canté una canción al oído, lo recosté en mis piernas y no le pregunté nada, hasta que pasados tres días Anib solo me dijo lo que tenía.
--¿Quieres hablar de tu padre?—me atreví a preguntarle. —No—contestó secamente Anib, y cerró sus ojos, yo sabía que eso de cierto modo le traía recuerdos pero yo quería que él dejara atrás sus fantasmas.
--¿Te acuerdas cuando yo estuve en el COTUME verdad? —Sí, claro—respondí sorprendida— Lo que te voy a contar es lo más difícil que me ha pasado en la vida, ¿Recuerdas el guardia que siempre nos cuidaba en el salón de clases? — Dijo muy serio Anib—Claro, como no me voy a acordar, si siempre él se quedaba con nosotros en las clases—Pues, él, ese infeliz, marica, — interrumpió con un llanto que me dolía en lo más hondo de mi garganta. —Abusó de mi, pero yo asesiné a mi padre, no tengo perdón. —Dijo esto con una voz muy amarga, con un llanto que le quebraba la voz—No, tú has cambiado, eres bueno ahora, te arrepentiste, ese desgraciado no tenía derecho a lastimarte, —¿Por qué lo hizo, por qué?— comenzó a sollozar. —Ya no llores amor mío, yo te amo, te amo, ven, levántate…
Lo llevé al patio y nos sentamos en la banquita de madera abajo del gran árbol, lo abracé y nunca más le pregunté algo acerca de su padre.
La noche pronto nos cubrió, juntos en esa cama pasamos las horas más tristes de nuestra existencia juntos, nunca lo había visto tan desconsolado, odiando al mundo, vertiendo lagrimas casi oscuras, casi rojas, casi sangre… no perdonaba ese crimen, una catástrofe sucumbía en su cabeza, y no me odiaba por no poder odiarme más de lo que me amaba, la febril noche se daba paso y ¡qué oscura se tornaba, qué fría y triste se volvía cada vez y cada vez más…!
A la mañana siguiente, ya no estaba, ni su ropa, ni nada, quedaba ese vacío en mi cama, su lugar estaba tibio todavía, pensé que había ido al baño, pero no estaba ahí, ni leyendo un libro, ni en la banca, ni afuera, me había dejado, no quería aceptarlo, me lo negaba mil veces creí que iría a la tienda lo esperé por horas y nunca llegó, lo busqué, por todos lados y no aparecía, llegué a pensar que estaba en la cárcel, pero tampoco estaba ahí, se lo había tragado la tierra.
Al tiempo decidí mudarme de cuidad, lejos de donde había vivido tanto tiempo.
Todas esas sensaciones de alegría, esos años felices de preparatoriana me habían abandonado definitivamente, la imagen de Anib era lo único que me mantenía despierta para no abandonar la realidad, ya no me sentía útil, no cantar más para ancianos en esos jardines donde todo era feliz, ya no tenía abrazos en las mañanas, sombras se tornaron todo los buenos recuerdos, creía que nunca más oiría su voz, esa tierna voz llenas de las más dulces alegorías conduciéndome cada día, cada amanecer, perdí las estrellas, nunca tendría más sus palabras, que importaba todo, ¿qué sentido tendría ahora estudiar? Este nuevo lugar me arrancaría por fin las noches tristes, me cansaría de concebir elegías en su nombre… Sombría, sin paciencia, acogí un sentimiento despiadado, y cruel hacia los demás, ahora me turbaba la gente, y me volví paranoica, pero como no era en mi ser un sentimiento entrañado, pronto dejé de sentir… ya nada animaba mi existencia, sólo una cosa, leer a Pushkin y revivir la voz de mi amante.
Y después de muchos años lo encontré vagando en esa misma ciudad, quizás Anib no me reconoció, pero iba hablando solo, hablaba de fantasmas que lo seguían, y de una mujer a la que había abandonado.
Lo miré a los ojos, lo llamé por su nombre, su mirada era la misma: la de un niño, con sus ojos claros, lo tomé de la mano, lo llevé a mi casa, se condolió por abandonarme me dijo que me amaba, que había perdido la razón, que cada noche se odiaba más y más… -- el mundo se muere de frío y yo me desvanezco—alcanzó a decir tenuemente con una respiración entrecortada – te amo, no me dejes más, quédate conmigo, aunque sea una noche más, volvámonos ave, volvámonos uno solo—prorrumpí en llanto— Sí, ave, ave de paso, efímera, viajera. Nunca fue mi intensión dañarte, que me queda si no tu imagen pero este sentimiento me hace daño, nos hace mal, me hostiga y … perdóname-- besó mis manos, mi frente, me arrulló con una canción al oído y en ese momento expiró.