jueves, 12 de abril de 2012

Hay días en los que me embargan las dudas de todo tipo. Sin embargo en esta ocasión relataré acerca de un suceso que tiene que ver con lo existencial. Hace algún tiempo, antes de que comenzara este año yo me había cuestionado mucho acerca de la trascendencia que tendría en mi vida todo lo que hago en la actualidad, es decir, lo que he estudiado, lo que he escrito, lo que he hecho. Pensaba y pienso, constantemente, que todo lo que hago, pienso y digo es como arar en el mar. No tiene trascendencia, y debido a mi predisposición a la muerte me vi envuelta en una serie de deseos relacionados con el dejar de existir. Pero, al no sentirme lo suficientemente capaz de atentar contra mi vida abandoné todo pensamiento relacionado al suicidio. Fue ese sentimiento el que se encargaría de seguirme y de buscarme. Un día de muertos decidí, en contra de mi voluntad, acompañar a mi madre a visitar la tumba de mis abuelos. Odio asistir a los lugares concurridos por gente que me es totalmente extraña. Como mi madre se mostró muy contrariada por mi resistencia a acompañarla, tuve que darle gusto. Llegamos en la tarde al panteón repleto de gente alegre que cantaba y bebía latas de cerveza. Algunos contrataban a grupos folclóricos norteños de música para que les tocasen y cantasen a sus familiares difuntos, y otros simplemente se dedicaban a ordenar, barrer y lavar las tumbas de sus muertos. Al encontrar la tumba de mis abuelos encontramos también a nuestros familiares que alegres rodeaban el lugar. Yo saludé a cada uno de los presentes y al terminar dicha acción me alejé por un momento para estar sola. Al ir tan abstraída en mis pensamientos no me di cuenta de que caminé cerca de una fosa a medio construir, y caí de inmediato en ella. Me resultó extraño que no di gritos de auxilio, no tenía intensión de que nadie se diera cuenta de mi caída o desaparición, no quería tampoco que nadie acudiera a ayudarme. Me quedé por un espacio de tiempo sin moverme, no quería salir, quería descansar, cerrar los ojos y no sentir más nada. Nada de angustias y preocupaciones, nada de dolor o alegría, nada de sufrimiento, estrés, o felicidad. Calma total, quietud. Cuando caí en cuenta de que la noche me llegaría comencé a desesperarme, sin embargo no me podía zafar, el hoyo en el que había caído era algo angosto y me encontraba atrapada totalmente. Inmóvil, sin tener control de mí, pensé que quizás así debía de terminar todo. Una muerte simple para una vida simple. Comenzé a tranquilizarme, relajé todo mi cuerpo y aunque tenía la sensación de que la tierra reclamaba mi cuerpo, hice un gran esfuerzo y concentrándome lo más que pude, me levanté y seguí caminando entre las tumbas, ahora como un muerto revivido.